Hace años escribí unos versos:
Cuando era niña,
me subía a una silla y me imaginaba que era adulta.
Me preguntaba cómo se vería el mundo desde una perspectiva tan alta…Nadie me advirtió entonces
que, de todas formas,
seguiría sintiéndome pequeña.
Estos dias, estuve hablando con mi amiga sobre esto…
Sobre cómo el condicionamiento en la temprana edad influye en nuestras vidas adultas. A veces, simplemente por el hecho de seguir con la cháchara mental a la que nos hemos acostumbrado desde niños, en las casas donde crecimos, en los colegios… Nos repetimos que no somos esto o lo otro, atrapados en una constante comparación impuesta por los demás y reforzada por nosotros mismos.
En mi caso particular, el mensaje al que estaba expuesta era que, si me esforzara más, lograría más. Yo era “vaga”. Nadie imaginaba la vida tras bambalinas. Mientras intentaba cumplir con las expectativas de los demás, también estaba sosteniendo un mundo interno que nadie conocía. Además de maternar a mi propio padre, la disociación se convirtió en mi refugio: vivir la vida lo menos aquí y ahora que pudiera.
Y claro, dentro de todo esto, también estaba el peso del cristianismo, la religión en la que crecí, con su Dios todopoderoso, omnisciente, aquel que todo lo ve y todo lo juzga. Desde pequeños nos inculcaban la idea de un Dios que premia y castiga, que observa cada pensamiento y cada acción, y que, si no seguimos el camino correcto, nos espera el castigo eterno. Un miedo disfrazado de fe, diseñado para mantener el rebaño en orden, sin cuestionamientos, sin desviaciones.
Pero por suerte, siempre fui de cuestionar. No me bastaba con aceptar las cosas porque “así deben ser”. ¿Por qué un Dios amoroso necesitaría que viviéramos con miedo? ¿Por qué el castigo parecía estar siempre más presente que la misericordia? ¿Y qué pasaba con aquellos que, como yo, no encajaban en los moldes que nos imponían?
Ahora, mirando en retrospectiva, aquella sensación de pequeñez nunca se fue del todo. Crecer no significó necesariamente sentirme más grande, más capaz o más segura. Solo aprendí a cargar con la voz de esos condicionamientos, como si fueran una segunda piel.
La idea de que “podría ser más si me esforzara” se convirtió en un eco constante, una deuda con una versión ideal de mí misma que nunca alcanzaba. Pero nadie veía lo que pasaba detrás del telón: la fatiga de sostenerlo todo, la soledad de no ser vista en mi verdadera complejidad o esencia, o los dos.
Si entonces hubiera conocido la Kabbalah, tal vez habría entendido que aquellas experiencias no eran pruebas de mi insuficiencia, sino desafíos para expandirme, para recordar que dentro de mí existe algo más grande que cualquier historia que me hayan contado. Que la verdadera transformación no viene de la comparación ni del esfuerzo desgastante, sino del reconocimiento de mi propia luz.
Quizás la verdadera pregunta que todos deberíamos hacernos es: ¿Cuántas de nuestras creencias nos pertenecen realmente y cuántas fueron impuestas para que no nos atreviéramos a mirar más allá?
A veces, todavía me subo a esa “silla”, pero ya no para imaginar cómo se ve el mundo desde arriba, sino para recordarme que, aunque a veces me sienta pequeña, sigo teniendo un lugar en él. Que no se trata de alcanzar una versión ideal de mí misma, sino de permitirme SER.

Con mi amiga, saludando y permitiéndonos ser!
Con amor,
Karol <3
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